Capítulo 9. Cómo la caridad no solo hace hijos a los siervos, sino que también les confiere la imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26)
Una nueva condición
9.1. «Si alguien, con la ayuda de Dios y no presumiendo de su propio trabajo, merece poseer dicho estado, comenzará a pasar de condición servil, en la que hay temor, y de la esperanza de la recompensa, en la que se busca no tanto la generosidad del que da como la recompensa del que retribuye, a la de hijo adoptivo, donde ya no hay temor, ni deseo, sino esa caridad que nunca cae y persiste constantemente. Sobre este temor y caridad, el Señor, reprendiendo a algunos, mostró qué convenía a uno y otro: “El hijo honra al padre, y el siervo teme a su señor: y si yo soy padre, ¿dónde está mi honor? Y si yo soy señor, ¿dónde está mi temor?” (Ml 1,6).
Es Dios quien nos salva
9.2. Es necesario que el siervo tema, porque si conociendo la voluntad de su señor se comporta de forma que merezca un castigo, será castigado severamente (cf. Lc 12,47). Por tanto, quienquiera que, gracias a esta caridad, alcance la imagen de Dios y su semejanza (cf. Gn 1,26), gozará del bien por el bien mismo, poseyendo de alguna manera el afecto de la paciencia y la benignidad; y desde ese momento no se irritará por ningún vicio de los pecadores, sino que, compadeciéndose de sus debilidades, implorará el perdón, doliéndose y compadeciéndose con ellos, recordando que fue asediado durante mucho tiempo por los estímulos de pasiones similares, hasta que, mediante la misericordia del Señor, fue salvado de la lucha contra la carne, no por su propio esfuerzo, sino por la protección de Dios; entenderá que debe dedicar no ira, sino misericordia a los que erran, cantando a Dios con toda la tranquilidad del corazón: “Tú rompiste mis cadenas: a ti te sacrificaré la víctima de alabanza” (Sal 114-115 [116],16-17]); y también: “Si no hubiera sido porque el Señor me ayudó, por poco mi alma habría habitado en el infierno” (Sal 93 [94],17).
El mandamiento supremo
9.3. Y con esta humildad de mente, podrá también cumplir el mandamiento evangélico de la perfección: “Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, y oren por los que los persiguen y calumnian” (cf. Mt 5,44; Lc 6,27-28). Y así mereceremos alcanzar aquel premio del que se habla en seguida, por el cual no solo llevaremos la imagen de Dios y su semejanza (cf. Gn 1,26), sino que también seremos llamados hijos: “Para que sean, dice [el Señor], hijos de su Padre que está en los cielos, que hace salir el sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Este afecto, el bienaventurado Juan, al darse cuenta de que lo había alcanzado, dice: “Nosotros tenemos confianza en el día del juicio, porque, así como Él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Jn 4,17).
Nuestra adopción filial
9.4. De qué modo, pues, la naturaleza humana, siendo débil y frágil, puede ser como Él es, a menos que extienda hacia todos, buenos y malos, justos e injustos, el amor de su corazón siempre apacible a imitación de Dios, y que obre el bien por el bien mismo, llegando a aquella verdadera adopción de los hijos de Dios, sobre la que el beato Apóstol se pronuncia así: “Todo el que ha nacido de Dios no peca, porque un germen divino está en él, y no puede pecar, pues ha nacido de Dios” (1 Jn 3,9). Y nuevamente: “Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no peca, sino que el que ha nacido Dios, Él lo cuida, y el maligno no lo toca” (1 Jn 5,18).
Todos hemos pecado
9.5. Esto no se debe entender sobre todos los géneros de pecados, sino de aquellos principales solamente. Aquellos de los cuales quien no quiera apartarse y purificarse, el mencionado Apóstol pronuncia que no se debe siquiera orar por él, diciendo: “Si alguien ve a un hermano cometer un pecado que no es de muerte, rezará, y Dios le dará la vida, como a los que su pecado no conduce a la muerte. Pero hay un pecado que conduce a la muerte: y no digo que por este se pida” (1 Jn 5,16). Además, acerca de lo que él dice que no lleva a muerte, aquellos que sirven fielmente a Cristo, por mucho que se cuiden a sí mismos con precaución, no pueden estar inmunes, así se expresa: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1,8); y nuevamente: “Si decimos que no hemos pecado, hacemos de Él un mentiroso y su palabra no está en nosotros” (1 Jn 1,10).
Las faltas leves
9.6. Porque es imposible, incluso para cualquiera de los santos, no incurrir en estas leves faltas, que se realizan por las palabras, los pensamientos, la ignorancia, el olvido, la necesidad, voluntariamente o por el impulso. Aunque estas cosas puedan ser ajenas al pecado que se denomina mortal, no pueden, sin embargo, estar exentas de culpa y reprensión».
Capítulo 10. Cómo la perfección sea orar por los enemigos, y por cuáles indicios se reconoce el alma todavía no purificada
10. «Por lo tanto, cuando alguien haya alcanzado el afecto de la bondad y la imitación de Dios que hemos mencionado, entonces, revestido de las entrañas de la longanimidad del Señor, orará también por sus perseguidores, diciendo de manera similar: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Además, es una evidente señal del alma que, aún no purificada de los excrementos de los vicios, no tiene el afecto de la misericordia hacia los culpables, sino que mantiene la dura censura del juez. ¿Cómo podrá alcanzar la perfección del corazón aquel que carece de lo que el Apóstol señaló como medio para llegar la plenitud de la Ley, cuando dice: “Lleven las cargas los unos de los otros, y así cumplirán la ley de Cristo” (Ga 6,2)? ¿O si no posee esa virtud de la caridad, que “no se irrita, no se enaltece, no piensa mal, que todo lo soporta, todo lo aguanta” (1 Co 13,4-7)? Porque “el justo tiene compasión de las vidas de sus ganados; pero las entrañas de los impíos no tienen misericordia” (Pr 12,10 LXX). Por eso es absolutamente cierto que el monje está sometido a los mismos vicios que condena en otro con una severidad inclemente e inhumana: “El rey rígido, en efecto, caerá en el mal” (Pr 13,17 LXX): y: “Quien cierra sus oídos para no oír al débil, invocará también él, y no habrá quien lo escuche” (Pr 21,13)».