“Mateo reporta de esta manera las palabras de los Magos que habían venido de Oriente: ‘Vimos su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo’ (Mt 2,2). Guiados por la estrella hasta la casa de Jacob, al Emmanuel, mostraron quién era aquel a quien adoraban, por medio de los dones que le ofrecieron: mirra, porque Él era quien debía morir y ser sepultado por la raza humana mortal; oro, porque es el Rey cuyo reino no tiene fin; incienso, porque es Dios que se dio a conocer en Judá, se hizo (hombre) y ‘se manifestó a quienes no lo buscaban’ (Is 65,1)” (San Ireneo de Lyon).
“Aún añade Mateo en el bautismo: ‘Se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba sobre él en forma de paloma. Y he aquí que una voz del cielo decía: Este es mi Hijo querido en quien me complazco’ (Mt 3,16-17)... El Verbo de Dios, el Salvador de todos y Señor del cielo y la tierra, es Jesús, el que asumió la carne y fue ungido del Padre por el Espíritu, y este Jesús fue ungido como Cristo. Así lo dice Isaías: ‘Saldrá una rama de la raíz de Jesé y una flor brotará de la raíz. Y reposará sobre él el Espíritu de Dios: Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de ciencia y piedad. Lo llenará el temor de Dios. No juzgará según la apariencia ni argüirá por lo que se diga; sino que juzgará con justicia al humilde y condenará a los soberbios de la tierra’ (Is 11,1-4). El mismo Isaías prefiguró su unción y el motivo de ella: ‘El Espíritu de Dios sobre mí. Por eso me ungió, me envió a llevar la Buena Nueva a los pobres, a curar a los contritos de corazón, a pregonar a los cautivos la remisión, a dar la visión a los ciegos, a anunciar el año de gracia del Señor, el día de la retribución, y para consolar a los que lloran’ (Is 61,1-2; Lc 4,18)” (San Ireneo de Lyon).