Antífonas Oh, Linda Henke, pintura pastel, estilo contemporáneo.
M. Maureen McCabe, OCSO[1]
¡Cómo amaron el Adviento nuestros Padres y Madres Cistercienses! Todas las promesas se cumplen, todos los tipos se muestran claramente, todos los sueños se realizan en Cristo Jesús, la Palabra hecha carne. He pensado que este año que sería bueno mirar a las “Antífonas Oh” a través de los ojos de una de nuestras más litúrgicas madres cistercienses: santa Gertrudis.
17 de diciembre: O Sapientia
¡Oh Sabiduría que brotaste de los labios del Altísimo, abarcando del uno al otro confín de la tierra y ordenándolo todo con firmeza y suavidad, ven y muéstranos el camino de la salvación![2].
El Señor le pidió a santa Gertrudis que escribiera un libro, un libro sobre la verdadera profundidad de su sabiduría, sobre lo que es más divino en el amor divino. ¿Y qué es lo más divino? Es una ternura llena del divino deseo, la ternura dentro de la misericordia. En latín: “pietas”. En griego, es el “plagna” dentro del “eleos”. San Lucas capta esto en una de las líneas de su Benedictus: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios (Lc 1,78). No simplemente misericordia, sino misericordiosa ternura, una misericordia personificada en Jesús y su modo afectuoso de responder a nuestras necesidades. En este contexto, miremos a la sabiduría a través de los ojos de Gertrudis y escuchemos su oración:
«¡Oh Amor sabio!, tu sentencia es el alivio de los desgraciados […] Pones fin a la miseria universal con la obra gloriosa de tu misericordia […]. Mira, ¡oh Sabiduría!, ya se ha abierto tu bodega llena de misericordia. Mírame a mí, la acusada, que está afuera, a la puerta de tu amor. Llena los andrajos de mi indigencia con la bendición de tus dulzuras. Ante ti se halla la copa vacía de mi deseo[3]. Que se abra la cerradura de tu plenitud […] ¡Oh Amor sabio!, cubre y oculta toda mi iniquidad. Suple toda mi negligencia, por mi Jesús que se abandonó libremente a tu voluntad» (Ejercicio VII, LE 183-184)[4].
Confiemos, con Gertrudis, en que la puerta del amor sabio está ya abierta para nosotros antes de que llamemos a ella. Jesús, nuestra sabiduría, mira hacia nosotros con amorosa bondad, listo para darnos toda la sabiduría que necesitamos para vivir cada día.
18 de diciembre: O Adonai
¡Oh Adonai, Pastor de la casa de Israel, que te apareciste a Moisés en la zarza ardiente y en el Sinaí le diste tu ley, ven y líbranos con el poder de tu brazo!
Toda la espiritualidad de santa Gertrudis estuvo modelada por la liturgia y brotó de ella. Adoración y alabanza sin fin, el maravilloso tabernáculo, el santuario de corazón, el grito del “Santo, Santo, Santo”, el fuego en la nube: este fue el mundo en el que ella floreció. Sus experiencias sobre los misterios de la vida de Cristo, recogidas a lo largo del año litúrgico, demuestran la profundidad espiritual a la que la condujo la liturgia. En Gertrudis encontramos un agudo sentido de la totalidad del cosmos reunido en torno a Dios: María, los ángeles, los santos, las almas del purgatorio, la Iglesia peregrina en la tierra. Este mundo de relaciones le estuvo constantemente abierto, y a través del ciclo litúrgico, ella llegó a una familiaridad con todos los personajes bíblicos y los momentos preciosos de la historia sagrada. Al Moisés de la zarza ardiente y del Sinaí, le reza diciendo: «¡Oh Moisés, querido de Dios! Obtenme el espíritu de mansedumbre, de paz y de amor, que te hicieron digno de hablar cara a cara con el Señor de la Majestad[5]» (Ejercicio IV, LE 61).
Y ante el Dios de la zarza ardiente y del Sinaí, ella se pierde a sí misma en asombrada oración:
«Bendito eres, oh Adonai, en el firmamento del cielo[6]. Que te bendigan todo el poder y la médula de mi espíritu. Que te bendiga toda la sustancia de mi cuerpo y de mi alma. Que te glorifique todo mi interior […] ¡Oh, cuándo, cuándo entrará mi alma al lugar de tu tabernáculo admirable[7], para que mi boca te alabe en compañía de los bienaventurados, gritando con una indecible alegría por toda la eternidad delante de tu dulce rostro: Santo, Santo, Santo?» (Ejercicio VI, LE 121-122).
Confiemos, junto con Gertrudis, en que Dios extenderá su brazo para redimirnos de nuestra visión estrecha; que Él abrirá para nosotros el mundo real de sus incontables amigos, que son también nuestros amigos: a quienes podemos recurrir por ayuda y protección. Y que cada día Él nos llevará a los amplios espacios abiertos de su Corazón, a través de la oración de la Iglesia y del Sacramento su Cuerpo y de su Sangre.
19 de diciembre: O radix Jese
¡Oh renuevo del tronco de Jesé, que te alzas como un signo para los pueblos, ante quien los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones, ven al libraros no tardes más!
Santa Gertrudis canta más acerca de las flores y los frutos que de la raíz, pero sabe con certeza de Quién brotan la flor y el fruto. Como ella misma dice: «¡Ah Jesús mío!, fruto y flor de la pureza virginal» (Ejercicio III, LE 45), y también: «Tu tierno amor me atrae y me seduce, oh delicada flor de la Virgen María» (Ejercicio V, LE 88). Esta antífona Oh se centra en la humanidad de Jesús, en sus raíces humanas y en su florecimiento. Y Gertrudis despliega también un enfoque similar en su devoción a la humanidad de Cristo, tal como le fue revelada en su Sagrado Corazón: es en el Corazón de Jesús que la “pietas” o tierna misericordia habita; y es a través de su Corazón, que su propio corazón se enraíza y crece. Como Jesús compartió con ella:
«Mira, pongo ante los ojos de tu alma mi Corazón dulcísimo, órgano de la siempre adorable Trinidad, para que le pidas con toda confianza supla por ti misma todo lo que tú no puedes realizar. De este modo todas [tus obras] aparecerán ante mis ojos totalmente perfectas […]. Mi divino Corazón, conocedor de la fragilidad e inestabilidad humanas, desea, y espera siempre con anhelante deseo, que tú le encomiendes, sino con palabras al menos con alguna señal, que supla y realice en tu lugar lo que tú te sientes incapaz de realizar» (L III 15,1-2, LE 291-292).
Junto con Gertrudis, confiemos en que su poder triunfa en nuestra debilidad, puesto que Jesús, quien se enraizó él mismo en la debilidad y la pobreza de nuestra humanidad, sabe que solo descendiendo se asciende; y que la perfección y la transformación del ser humano no son el resultado de su propio esfuerzo, sino más bien, la total dependencia de la poderosa misericordia de Dios.
20 de diciembre: o clavis Davis
¡Oh llave de David y cetro de la casa de Israel, que abres y nadie puede cerrar, cierras y nadie puede abrir, ven y libra a los cautivos que viven en tinieblas y sombras de muerte!
«Oh amor, oh llave de David»[8], reza santa Gertrudis: «ábreme y muéstrame entonces el Santo de los Santos. Para que, introducida por ti, tenga la dicha de ver sin demora al Dios de los dioses en Sión[9], por cuyo dulce rostro suspira ahora mi alma y anhela sin cesar» (Ejercicio V, LE 85). Jesús, el santo y veraz, tiene la llave de David, como nos dice el libro del Apocalipsis[10]. Pero ¿qué es lo que lo mueve a destrabar y abrir esa puerta a nosotros? La respuesta de Gertrudis es inmediata y convencida: la confianza en Dios. Es la presencia o ausencia de confianza lo que, más que cualquier otra disposición, afecta a la Divina Ternura. Dios es conquistado por la confianza. Como Gertrudis enseña, compartiendo una luz que ella recibió de Jesús:
«Una de las miradas que traspasan mi Corazón es la confianza segura que pone en mí, que verdaderamente puedo, sé, y quiero estar fielmente presente a ella en todas sus necesidades. Esta confianza hace tanta violencia a mi ternura, que no puedo ausentarme de ella” […]. “Todos pueden dominar su pusilanimidad con los testimonios de las Escrituras. Si no con el corazón, al menos con la boca pueden dirigirse a mí con las palabras de Job: Aunque fuera arrojado a lo más profundo del infierno, me sacarás de allí. Y estas otras: Aunque me mates esperaré en ti, y muchas otras parecidas» (L III 7, MTD I 228-229[11]).
En otra ocasión ella estaba orando por algunas personas y dijo al Señor. «Quisiera saber, Señor, qué te gustaría que yo añadiera a mis oraciones en favor de ellos». Al no recibir respuesta a esta cuestión dijo: «“Pienso, Señor, que por mi infidelidad no merezco recibir respuesta a estas preguntas, porque tú que conoces todos los corazones, sabes que como soy tan negligente quizá no hubiera cumplido lo encomendado”. Entonces le responde dulcemente el Señor con mirada serena: “Sólo la confianza puede alcanzarlo todo fácilmente”» (L III 9,6, MTD I 236).
Junto con Gertrudis, confiemos entonces con absoluta certeza en las palabras de Jesús: «Pidan y se les dará, busquen y recibirán, llamen y se les abrirá»[12]. Cuánto desea Jesús abrirnos la puerta.
21 de diciembre: O oriens
¡Oh sol que naces de lo alto, resplandor de la luz eterna, sol de justicia, ven a iluminar a los que bien en tinieblas y en sombras de muerte!
Gertrudis rezaba: «¡Ah Jesús, sol de justicia!, haz que me revista de ti, para poder vivir como tú» (Ejercicio 1, LE 11). Y también:
«Oh luz serenísima de mi alma, y mañana resplandeciente, ah, hazte por fin mi amanecer, brilla sobre mí con tanta claridad que en tu luz contemple la luz[13], y que por ti mi noche se vuelva día. Oh, mi amadísima Mañana […], visítame desde el amanecer, para transformarme del todo, de repente, en ti» (Ejercicio V, LE 81).
Una y otra vez encontramos a Gertrudis hablando como maestra sabia y experimentada del camino espiritual, en sus varias etapas. Una de sus más completas imágenes es la de la pietas, la tierna misericordia de Dios, brillando como el sol, con sus rayos sanadores sobre el alma. La mirada de Dios tiene un triple efecto: la purifica, la ablanda y la hace fructificar; como ella misma explica:
«La primera mirada de la bondad divina a semejanza del sol, vuelve al alma blanca, la purifica de toda mancha y la hace más blanca que la nieve. Este efecto se alcanza con el reconocimiento humilde de los propios defectos. La segunda mirada de la bondad divina ablanda el alma y la prepara para recibir los dones espirituales, a la manera que la cera se ablanda con el calor del sol dispuesta a recibir cualquier sello. Este efecto lo consigue el alma con la recta intención. La tercera mirada de la bondad divina fecunda el alma con el florecimiento de las virtudes, como el sol hace fecunda la tierra para que produzca frutos de las más variadas especies. Este fruto se alcanza con el abandono confiado del hombre que se entrega totalmente a Dios, con plena seguridad en el desbordamiento de la bondad divina que, en todas las cosas, prósperas o adversas contribuirá para su bien» (L III 38,2; MTD I 338-339).
En esta descripción de Gertrudis podemos ver muy claramente, en la primera mirada, la etapa purgativa; mientras que la segunda encontramos el proceso de ablandamiento que Ezequiel describe tan bellamente: «Quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne»[14]. En la tercera mirada, la tierra da sus frutos, lo que sugiere el fruto de la unión con Cristo, o vía unitiva. Pero sea cual sea la etapa o combinación de etapas en que podamos encontrarnos, confiemos con Gertrudis que el sol está siempre brillando sobre nosotros con sus rayos sanadores.
22 de diciembre: O Rex Gentium
¡Oh rey de las naciones, y deseado de los pueblos, piedra angular de la Iglesia, que haces de dos pueblos uno solo, ven y salva al hombre que formaste del barro de la tierra!
¡Oh piedra angular que nos haces uno! El pensamiento de santa Gertrudis alcanza su más honda profundidad de conocimiento y sabiduría cada vez que habla de la Eucaristía; especialmente, de la unidad que esta realiza en el Cuerpo de Cristo: Él, que está vivo en cada uno de nosotros, y que une entre sí a aquéllos que lo reciben. Es en la Eucaristía, que somos alimentados con la pietas, la entrañable misericordia del corazón de nuestro Dios. Y, así alimentados, llegamos a ser instrumentos de la misericordia de Cristo, unos para con otros. Por este sacramento, cada uno recibe beneficios, no solo para sí mismo, sino también para todos los miembros de la Iglesia. Y por eso, el Señor dice a Gertrudis:
«Para que comprendas que mis misericordias superan todas mis obras[15] y que no hay nada que pueda agotar el abismo de mi bondad, estoy dispuesto a que recibas, por el valor de este sacramento de vida, mucho más de lo que has dicho con tus palabras». (L III 18, 26; MTD I 279).
Es natural, por tanto, que Gertrudis llegara a ser un heraldo de la comunión frecuente, en un tiempo en el que, debido a una gran escrupulosidad, esta no era la costumbre. Ella estaba convencida, por las palabras de nuestro Señor y por su propia experiencia, de que, gracias a la comunión frecuente, no solo llegamos a estar más unidos a Cristo, sino que también podemos servir como instrumentos de su Cuerpo y Sangre vivificantes, para otros. Ella realmente anticipó nuestros propios tiempos, en los que San Pio X vio la gran bendición de la comunión frecuente, y sabiamente abrió esta posibilidad a toda la Iglesia.
Acerquémonos, por tanto, a la Eucaristía con confianza y alegría; y, junto con Gertrudis, fiémonos de las palabras de nuestro Señor: que por los méritos de este sacramento vivificante recibiremos mucho más de lo que nos atrevemos a pedir.
23 de diciembre: O Emmanuel
¡Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador d elos pueblos, ven a salvarnos Señor, Dios nuestro!
¡Oh sabiduría, o piedad, oh Adonai, oh raíz, oh flor y fruto, oh llave, oh aurora, o rey y piedra angular que nos unifica, oh pan vivo! Todos estos, grandes misterios para ponderar en la lectio, para perderse a sí mismo en oración silenciosa y en alabanza litúrgica. Y más aún, para llevarlos y deleitarnos simplemente en ellos, como cuando se tiene un bebé en los brazos. No más palabras. Este es el momento de la Palabra hecha carne, el momento del Emmanuel, Dios con nosotros, sostenido en el silencio y en la profundidad de nuestros corazones. Escuchemos a Gertrudis como describe ella una de sus experiencias de Navidad:
«En aquella noche santísima, en la que con el dulce rocío de la divinidad los cielos destilaron miel por todo el mundo, el vellocino de mi alma humedecida en la era de la comunidad, pretendió adentrase por la meditación y prestar por la práctica de la devoción algún servicio a aquel nacimiento más que celestial, que a manera de un rayo [de sol] dio a luz la Virgen a su hijo verdadero Dios y hombre. En un instante me pareció se me ofrecía y recibía en un lugar del corazón un cierto niño como nacido en ese momento, en el que se encontraba oculto el don de la mayor perfección y la dádiva más preciosa[16]. Mientras lo tenía dentro de mi alma parecía haberse transformado toda ella en el mismo color que él, si se puede llamar color lo que no se puede comparar con imagen visible. Entonces recibió mi alma cierto conocimiento inefable de aquellas palabras que destilaban dulzura: “Dios lo será todo en todas las cosas”[17]; pues experimentaba contener a su Amado metido en lo más profundo de su ser y gozaba con dulcísima ternura, sin que se apartara de ella la amorosísima presencia del esposo» (L II 6, 2; MTD I 151-152).
Confiemos, con santa Gertrudis, que Dios nos bendecirá dándosenos a sí mismo como Emmanuel. Que Él, no solo estará con nosotros a nuestro lado, sino dentro de nosotros, en lo más profundo de nuestro corazón. Que no solo permanezca dentro de nosotros, sino que cada vez más sea todo en nosotros. Y que algún día nos conceda experimentar el misterio inefable escondido en aquellas palabras de la plena presencia: «Dios será todo en todos».
24 de diciembre: O Maria
Oh Señora, abogada nuestra, vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos, y después de este destierro, muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre. ¡Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María!
Cuenta santa Gertrudis que María la miró una vez con aire de severidad, pidiéndole que le devolviera al Niño de sus entrañas, como si Gertrudis no hubiera cuidado de Él, tanto como María deseaba. Gertrudis protestó diciendo: «Oh Madre de la bondad, se te ha concedido la fuente de la misericordia en tu Hijo, a fin de que la alcances para todos los que la necesitan, y tu caridad abundante cubra la multitud de nuestras faltas y pecados»[18]. Y continúa narrando:
«Mientras yo decía esto ofreció ella bondadosa un rostro sereno y tranquilo, para probar que, si se me había mostrado severa por exigirlo así mis faltas, estaba repleta al máximo de entrañas de caridad, y penetrada hasta la médula de la dulzura de la divina caridad. Esto quedó patente cuando a unas pocas palabritas desapareció aquella severidad, y afloró con toda naturalidad la dulce serenidad que le era congénita. Que esta abundante ternura de tu Madre sea ante tu misericordia la mediadora agraciada por todas mis faltas» (L II 16, 3; MTD I 178).
Sin embargo, es cierto que Gertrudis percibió la severidad en María. Pienso que todos nosotros podemos agradecer a Dios por esta santa Madre, quien, más que cualquier otra persona en el cielo o en la tierra, nunca cesa de acercarnos a su Hijo, de todos los modos posibles. Como dice san Bernardo: «Mira la estrella, invoca a María. Con ella por guía, no te extraviarás; bajo su protección, nada temerás»[19].
[1] Abadesa emerita de Mount Saint Mary’s Abbey, Wrentham, Massachusetts. Esta reflexión fue dirigida a la comunidad en el Adviento de 2016. Traducción del inglés: Hna. Ana Laura Forastieri, ocso.
[2] La traducción de las “antífonas oh” está tomada de: Conferencia Espicopal Argentina (ed.), Liturgia de las Horas según el rito romano, tomo I (Barcelona, 16a ed. 1999), 194 ss.
[3] Cf. Sal 37,10.
[4] La versión en castellano de Los Ejercicios está tomada de: Santa Gertrudis de Helfta, Los Ejercicios (Burgos: Monte Carmelo, 2003). En delante se cita LE, seguido de número de página.
[5] Cf. Ex 33,11.
[6] Dn 3,56.
[7] Cf. Sal 41,5.
[8] Ap 3,7.
[9] Sa1 83,8.
[10] Ap 3,7.
[11] Todas las referencias al Legatus Divinae Pietatis están tomadas de la siguiente edición castellana: Santa Gertrudis de Helfta, El Mensajero de la Ternura Divina. Experiencia de una mística del siglo XIII, Tomo I: Libros 1-3; e Ibid., Tomo II: Libros 4-5 (Burgos: Monte Carmelo, 2013), en adelante se citan: MTD I o MTD II, seguidos de número de página.
[12] Mt 7,7; Lc 11,9.
[13] Sal 35,10.
[14] Ez 36,26.
[15] Cf. Sal 144, 9.
[16] Cf. St 1,17.
[17] 1 Co 15,28.
[18] Cf. 1 P 4, 8.
[19] Cf. San Bernardo, Ser. 2 Adv. 5.